Pintando las trincheras.

"Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". José Martí

domingo, 23 de junio de 2013

Ya no me queda ni Patoruzú.

Fue la historieta compañera de mis viajes en micro, cuando iba de vacaciones a mi querida Arrecifes. Y también cuando volvía. A veces era mensual. Y en algún momento semanal. Era maravillo ir al kiosco y ver que estaba ahí, prendida de un broche en el escaparate.
Ese indio noble y millonario, dueño de media Patagonia y que luchaba siempre por la justicia, defendiendo a los más humildes. Indestructible e ingenuo. Creía en la palabra y a pesar de su fortuna siempre andaba en ojotas, vincha, poncho y boleadora. Su  austeridad y generosidad hacían sufrir terriblemente al derrochón de Isidorito.

Siempre creí que era un personaje de ficción. Pero no. Patoruzú existió. Fue originario. Y del sur del país.  Fue  cacique y millonario.Y fue una mierda de persona. Traidor a su raza, se ofreció a Roca,junto a otro nativo, para servir de guía hacia los lugares donde sus hermanos de sangre se ocultaban. Y así los soldados  los encontraban y los masacraban.
Roca, en agradecimiento por los servicios prestados, le regaló una gran extensión de tierra. A él y al otro nativo. Pero fue su compañero quien  encontró en sus tierras oro y Patoruzú, fiel a sus principios, lo asesinó y se quedó con todo.
Así se hizo de una fortuna enorme, compró más tierras y fue un estanciero con numerosa prole. Eso sí, nunca renunció a su condición de indio. Nunca visitó la ciudad porque sentía un gran desprecio por el hombre blanco. Se paseaba orgulloso con su poncho y sus ojotas recorriendo sus extensos campos llenos de cosechadores y jornaleros explotados. Y murió de viejo en la comodidad de su  estancia.

Juan Gelman contó esta historia y es el culpable que se cayera el último mito de mi infancia. Primero fueron muchos próceres que exaltaban  en mi escuela, después muchos santos que endiosaban en mi parroquia. Y ahora nada más ni nada menos que ......el Cacique Patorurú.

sábado, 15 de junio de 2013

El preguntazo

Si no hacemos la revolución de las preguntas nos van a tapar con las respuestas.
Todos tenemos respuestas.
Pero los únicos que tienen preguntas son los chicos y los locos. Y fastidian.

Ayer el peluquero me dijo  mientras me rebajaba la patilla: “A la piba la mató el padrastro”. Y al rato, mientras su vista iba y venía desde mi nuca al televisor agregó: “El freno no andaba, ponele la firma”. Tenía todas las respuestas. Y Contundencia.
En la sala de espera de cualquier lugar, en el taxi, en la puerta de la escuela, en una fiesta familiar, en la reunión de consorcio de la entrada del edificio, todos tenemos la respuesta, la justa. Y si alguien se anima a una pregunta le respondemos antes que ponga el signo de interrogación. Y como todos estamos firmemente agarrados a nuestra respuesta se arman las discusiones y las peleas. Porque mi respuesta es la verdadera, no hay otra.
La televisión  es la gran constructora de respuestas. Programas llenos de panelistas que afirman, aseguran y confirman categóricamente aseveraciones de interrogantes que nunca se han formulado. Pero la actitud y la firmeza de su voz no dejan margen de duda. Es así.

 “Nadie se encierra en una depresión por exceso de preguntas, sino por exceso de respuestas.” (Hernán Casciari) Las preguntas abren posibilidades, te permiten dudar, averiguar,  dan más de una opción. El aluvión de respuestas te encierra, te abruma, te limita, te cierra nuevos caminos, te oprime el pecho, no hay nada más que buscar, se acabó.

“Toda  la cultura avanza por los interrogantes, cuando se llega a una respuesta se abren mil nuevas preguntas.” (Eduaro Aberbuj) Volvamos a la edad de los por qué. Hagamos el preguntazo.


martes, 11 de junio de 2013

Memorias de un maestro que se fue (2)

Hace cien días me jubilé.
En este tiempo he pensado varias veces en cerrar este blog.
Porque ya no estoy en la trinchera. Y siempre critiqué a los que hablan del mundo de la escuela desde afuera. No se puede teorizar cuando no se está con el traje de amianto (guardapolvo blanco) combatiendo en la vanguardia. Con más razón  cuando en los últimos años en la Ciudad de Buenos Aires no hay que lidiar solamente con lo que sucede cada día en las aulas, en los pasillos y en el patio de la escuela, sino con un Gobierno porteño que ataca a cara descubierta a la educación pública.
Pero bueno, ya decidiré que hago con este blog. Por ahora sigo con algunas memorias de un maestro que se fue:
Desde el primer día que fui maestro supe que iba a transcurrir toda mi vida laboral en las escuelas. Pero no podía racionalizar por qué.  Era mi lugar en el mundo laboral.
¿Por qué? No lo sabía. Lo sentía. Lo vivía. Lo disfrutaba. Lo sufría.
Ahora sé por qué. Justo cuando no estoy en el día a día caigo en la cuenta. Porque quería ser un expendedor de combustible. Sí, aunque suene raro. La escuela fue para mí una estación de servicio y yo despaché una especie de nafta especial  a través de cuarenta años. Lo supe el otro día cuando leí a Fabián Casas. Este autor escribió:
“La infancia es esa época de la vida en la que una persona carga el combustible que va a tener que usar hasta que se muera”.
Por eso a la escuela hay que cuidarla tanto. El combustible que ofrece a sus alumnos  es indispensable pero también inflamable. Y si se la sigue bombardeando puede volar por los aires. Y los trajes de amianto que llevan las maestras y los maestros no son a prueba de maltrato.
Hace cien días me jubilé de expendedor de combustible.  Ahora estoy construyendo un nuevo surtidor conocido por mí: lleno de títeres, cuentos, teatro y poesía. Para seguir ayudando a que los chicos  continúen almacenando  la energía que van a necesitar durante el resto de su vida. Y para que yo lo siga disfrutando.