El tipo era un loco
por la tele. Pero "loco mal", como dicen hoy los jóvenes.
Desde muy chico podía pasarse horas con los ojos fijos en la pantalla. Los problemas empezaron cuando tuvo que ir a la escuela.
Pataleaba y gritaba y apenas volvía a su casa se enchufaba en la
tele.
La cosa empeoró en
la adolescencia cuando se encerraba en su cuarto, salteaba los almuerzos
y las cenas y acumulaba materias para rendir en marzo.
Cuando fue adulto el matrimonio
le duró seis meses. El tipo venía del trabajo y comía en silencio mientras su mujer
quedaba sosteniendo una conversación con ella misma.
Pasaba los fines de semana mirando todos los deportes. Después le
dio por todas las películas. Después por todos los programas científicos.
En el trabajo esperaba ansioso la hora del almuerzo para ir hasta el
bar de la esquina. Y mientras sus compañeros charlaban sobre fútbol y mujeres el tipo solo quitaba los ojos de la pantalla
para evitar ensartarse un ojo con el
tenedor cargado de ensalada. En su casa nunca apagaba el televisor para no
perder tiempo en prenderlo cuando regresaba del trabajo. La tele era su amiga,
su amante, su interlocutora, su ventana al mundo.
El tipo soñaba con la jubilación. Tachaba en las hojas de un
cuaderno los años que le faltaban para
alcanzar la edad requerida por la ley. El momento supremo donde él y la tele
serían todo el tiempo el uno para el otro.
Y
como todo en la
vida llega, ese momento llegó. Y el tipo se jubiló. Se encerró
definitivamente en su casa y le dedicó la mayor parte del día a ver
televisión. Apenas dormía y apenas comía.
Hasta puso un televisor en el baño. Y sus ojos
soñolientos paseaban por todos los canales que tenía su compañía de
cable, a la
que le pagó el servicio cinco años por anticipado para no perder el
tiempo que le demandaba ir hasta el Pago Fácil del barrio.
El tipo se fanatizó con los noticieros y los programas
políticos aunque ni se dignó salir de su casa para ir a votar en ninguna
elección. Conocía a todos los personajes
de la política argentina y los veía discutir entre ellos en la oscuridad de su cuarto,
únicamente iluminado por los rayos titilantes del aparato.
Y un día de julio
de 2011 el tipo se durmió. Recostado en la cama y en medio de los insultos que dos políticos, un hombre y una mujer, se
propinaban entre sí. En el momento más interesante de las agresiones verbales,
vencido por el sueño, el tipo se durmió.
Y siguió dormido por varios días.
A nadie le extrañó
no verlo porque pocas veces lo habían visto por la calle.
Y siguió dormido
por varias semanas.
Nadie percibió nada
raro porque cuando algún vecino pasaba
por la puerta de su departamento escuchaba el sonido de la tele y se iba sacudiendo
la cabeza y pronto se olvidaba del loco por la tele, como lo llamaban en el
barrio.
Y siguió dormido
por varios meses.
Quizás los rayos
catódicos que había acumulado a lo largo de su existencia lo mantuvieron
saludable e hidratado, roncando apaciblemente mientras en la tele se sucedían
los programas día y noche.
Y dos años después,
en un día de julio de 2013 el tipo se despertó. Todo en su cuarto seguía igual,
la oscuridad, el olor a encierro y la tele prendida justo cuando estaban emitiendo un programa político.
Y ahí estaban frente a sus ojos los dos mismos personajes, un hombre y una mujer, que él creía haber visto hacía solo unos
instantes. Y los vio juntos y amables, echándose alabanzas uno sobre el otro,
sonrientes y amigables recortados por el marco del televisor. Y ahí el tipo creyó
que había enloquecido. Que sesenta y ocho años de sobredosis de televisión le habían afectado la razón.
Y por primera vez
en su vida el tipo apagó la tele. Y quedó en silencio, envuelto por la
oscuridad. Solo unos instantes de profundo vacío de sonido y luz
que nunca había experimentado. Y tomó la
decisión.
Ningún vecino en el
barrio notó su ausencia. Solo se dieron cuenta que se había ido cuando el
departamento se puso en venta. Y no mereció más que un comentario desdeñoso.
Nadie
supo entonces
que el tipo se compró una pequeña casa en La Falda, con las ventanas
mirando hacia las sierras. Y que pasaba las tardes disfrutando el sol,
los arroyos y el
aire cordobés. Y que en su casa nunca hubo un televisor. Y que por las
noches
se daba una panzada de estrellas desde el jardín. Eso sí, siguió
solitario y
aislado los últimos espléndidos doce años
de vida que le tocó vivir. Por
eso nunca supo que el milagro debía agradecérselo a un tipo y una tipa
llamados
Pino y Lilita.