Pintando las trincheras.

"Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". José Martí

sábado, 20 de julio de 2013

Amistad

La amistad se me ocurre, es un puente
tendido entre caminos paralelos
dos rumbos  atraídos de repente
por un mismo diapasón en sus anhelos.

Un lucero  entre crepúsculos, velando
los misterios que palpitan en la vida.
El calor que nace saboreando
un café en la mesa compartida.

Un amigo es la certeza perentoria
de que hay algo más allá que nos reclama.
El recuerdo que vuelve a la memoria
de las sendas y las dichas olvidadas.

Es el tono fraterno, generoso,
que ignora reprochar, echar en cara,
y prefiere coincidir en el esbozo
de una  historia que espera ser contada.

Amistad es el nido y es el viento.
Un  amigo es el lago y el torrente.
Es la fértil matriz y el nacimiento
de la meta escogida libremente.

   De Angel Eugenio Perrone, un amigo.
Para  mis amigos.  

miércoles, 17 de julio de 2013

El loco por la tele

El tipo era un loco por la tele. Pero "loco mal", como dicen hoy los jóvenes.
Desde muy chico podía pasarse horas con los ojos fijos en la pantalla. Los problemas empezaron cuando tuvo que ir a la escuela. Pataleaba y gritaba y apenas volvía a su casa se enchufaba  en la tele.
La cosa empeoró en la adolescencia cuando  se encerraba en su cuarto,  salteaba los almuerzos y las cenas y acumulaba materias para rendir en marzo.
 Cuando fue adulto el matrimonio le duró seis meses. El tipo venía del trabajo y comía en silencio mientras su mujer quedaba sosteniendo una conversación con ella misma.
 Pasaba los fines de semana mirando todos los deportes. Después le dio por todas las películas. Después por todos los programas científicos.
En el trabajo  esperaba  ansioso la hora del almuerzo para ir hasta el bar de la esquina. Y mientras sus compañeros charlaban sobre  fútbol y  mujeres el tipo solo quitaba los ojos de la pantalla para evitar ensartarse  un ojo con el tenedor cargado de ensalada. En su casa nunca apagaba el televisor para no perder tiempo en prenderlo cuando regresaba del trabajo. La tele era su amiga, su amante, su interlocutora, su ventana al mundo.
El tipo soñaba  con la jubilación. Tachaba en las hojas de un cuaderno  los años que le faltaban para alcanzar la edad requerida por la ley. El momento supremo donde él y la tele serían todo el tiempo el uno para el otro.
Y como todo en la vida llega, ese momento llegó. Y el tipo se jubiló. Se encerró definitivamente en su casa y  le dedicó la mayor parte del día a ver televisión. Apenas  dormía y apenas comía. Hasta puso un televisor en el baño. Y sus ojos soñolientos paseaban por todos los canales que tenía su compañía de cable, a la que le pagó el servicio cinco años por anticipado  para no perder el tiempo que le demandaba  ir hasta el Pago Fácil del barrio.
El tipo se  fanatizó con los noticieros y los programas políticos aunque ni se dignó salir de su casa para ir a votar en ninguna elección.  Conocía a todos los personajes de la política argentina y los veía discutir entre ellos en la oscuridad de su cuarto, únicamente iluminado por los rayos titilantes del aparato.
Y un día de julio de 2011 el tipo se durmió. Recostado en la cama y en medio de los insultos  que dos políticos, un hombre y una mujer, se propinaban entre sí. En el momento más interesante de las agresiones verbales, vencido por el sueño, el tipo se durmió.
Y  siguió dormido por varios días.
A nadie le extrañó no verlo porque pocas veces lo habían visto por la calle.
Y siguió dormido por varias semanas.
Nadie percibió nada raro  porque cuando algún vecino pasaba por la puerta de su departamento escuchaba el sonido de la tele y se iba sacudiendo la cabeza y pronto se olvidaba del loco por la tele, como lo llamaban en el barrio.
Y siguió dormido por varios meses.
Quizás los rayos catódicos que había acumulado a lo largo de su existencia lo mantuvieron saludable e hidratado, roncando apaciblemente mientras en la tele se sucedían los programas día y noche.
Y  dos años después, en un día de julio de 2013 el tipo se despertó. Todo en su cuarto seguía igual, la oscuridad, el olor a encierro y la tele prendida justo cuando estaban emitiendo un programa político.
 Y ahí estaban frente a sus ojos los dos mismos personajes, un hombre y una mujer, que él creía haber visto hacía solo unos instantes. Y los vio juntos y amables, echándose alabanzas uno sobre el otro, sonrientes y amigables recortados por el marco del televisor. Y ahí el tipo creyó que había enloquecido. Que sesenta y ocho años  de sobredosis de televisión  le habían afectado la razón.
Y por primera vez en su vida el tipo apagó la tele. Y quedó en silencio, envuelto por la oscuridad. Solo unos instantes de profundo  vacío de sonido y luz que nunca había experimentado.  Y tomó la decisión.
Ningún vecino en el barrio notó su ausencia. Solo se dieron cuenta que se había ido cuando el departamento se puso en venta. Y no mereció más que un comentario desdeñoso.
Nadie supo entonces que el tipo se compró una pequeña casa en La Falda, con las ventanas mirando hacia las sierras. Y que pasaba las tardes disfrutando el sol, los arroyos y el aire cordobés. Y que en su casa nunca hubo un televisor. Y que por las noches se daba una panzada de estrellas desde el jardín. Eso sí, siguió solitario y aislado los últimos espléndidos doce años  de  vida que le tocó vivir. Por eso nunca supo que el milagro debía agradecérselo a un tipo y una tipa llamados Pino y Lilita.