Mediodía de sol.
Tengo un tiempito entre dos trámites que debo realizar en la zona.
Me encuentro de golpe frente al Parque Centenario. Mis ojos se llenan de verde y mis piernas se encaminan hacia su verde césped.
Quince minutos de verde descanso.
Cruzo la calle y recién entonces me encuentro con las verdes rejas. Pregunto donde está la entrada y me indican que debo caminar treinta metros. Lo hago apurando el paso porque apenas tengo quince minutos.
Voy a disfrutar de algo que no hago hace tiempo. Descalzarme, sacarme las medias y dejar que mis plantas disfruten del contacto con la tierra. Alguien me dijo una vez que en la ciudad sufrimos de "cementitis" y que tener un rato por día para tomar contacto con la tierra nos permite que nos libremos de tanto estres. No se si será verdad pero cuando me acuerdo y encuentro algún espacio verde en la ciudad lo practico.
Unas puertas de rejas verdes cerradas me impiden empezar el rito. Me dicen que debo caminar cuarenta metros más y casi troto porque se esfuman mis quince minutos.
No encuentro ninguna puerta, pregunto y medicen que no, que era para el otro lado, porque las puertas de este lado están cerradas.
Corro porque ya solo me quedan cinco minutos y no quiero perderme ese momento de disfrute.
No hay caso, no encuentro la entrada. Ya me alejé mucho y pasaron los quince minutos.
Hace bastante calor y estoy transpirado. Miro la fuente que me ofrece a la distancia su chorro de agua fresca. Veo ese bien cortado césped, esas personas que, por supuesto, han sabido encontrar la entrada. y que van felices caminando por los sinuosos y prolijos senderos.
Llegaré tarde a mi trámite. Seguro que pasó mi número.
Me aferro a las rejas verdes y grito: ¡Guardiaaaaa!.
Me siento un prisionero en una celda verde. El prisionero del lado de afuera.
Pintando las trincheras.
"Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". José Martí
miércoles, 21 de agosto de 2013
domingo, 4 de agosto de 2013
Envido. Envido. Falta envido.Treinta y tres de mano. No son buenas.
Las encuestas dicen que al 33 por ciento de los porteños no les importa que este invierno los chicos de oncología del Hospital de niños se hayan quedado sin colonia de vacaciones por "falta de presupuesto".
Las encuestas dicen que al 33 por ciento de los porteños no les importa que desde hace años casi no se nombran ni enfermeras ni médicos en los hospitales públicos.
Las encuestas dicen que al 33 por ciento de los porteños no les importa que solo se hayan terminado dos escuelas primarias públicas en los últimos siete años.
Las encuestas dicen que al 33 por ciento de los porteños no les importa que la metropolitana le pegue a los enfermos mentales, que el espacio verde sea reemplazado por cemento y que a los que duermen en la calle le tiren sus pocas cosas en un camión de basura.
Lo que las encuestan no dicen es que la mayoría de ese 33 por ciento tiene pre-paga, usa el colegio privado, se recrea en clubes o countries, se asusta cuando ve a un morocho mal vestido y está deseando que aumente el subte para no viajar tan apretados.
En esta mano las treinta y tres de la falta no son mejores.
sábado, 20 de julio de 2013
Amistad
La amistad se me ocurre, es un puente
tendido entre caminos paralelos
dos rumbos
atraídos de repente
por un mismo diapasón en sus anhelos.
Un lucero
entre crepúsculos, velando
los misterios que palpitan en la vida.
El calor que nace saboreando
un café en la mesa compartida.
Un amigo es la certeza perentoria
de que hay algo más allá que nos reclama.
El recuerdo que vuelve a la memoria
de las sendas y las dichas olvidadas.
Es el tono fraterno, generoso,
que ignora reprochar, echar en cara,
y prefiere coincidir en el esbozo
de una
historia que espera ser contada.
Amistad es el nido y es el viento.
Un
amigo es el lago y el torrente.
Es la fértil matriz y el nacimiento
de la meta escogida libremente.
De Angel Eugenio Perrone, un amigo.
Para mis amigos.
Para mis amigos.
miércoles, 17 de julio de 2013
El loco por la tele
El tipo era un loco
por la tele. Pero "loco mal", como dicen hoy los jóvenes.
Desde muy chico podía pasarse horas con los ojos fijos en la pantalla. Los problemas empezaron cuando tuvo que ir a la escuela. Pataleaba y gritaba y apenas volvía a su casa se enchufaba en la tele.
Desde muy chico podía pasarse horas con los ojos fijos en la pantalla. Los problemas empezaron cuando tuvo que ir a la escuela. Pataleaba y gritaba y apenas volvía a su casa se enchufaba en la tele.
La cosa empeoró en
la adolescencia cuando se encerraba en su cuarto, salteaba los almuerzos
y las cenas y acumulaba materias para rendir en marzo.
Cuando fue adulto el matrimonio le duró seis meses. El tipo venía del trabajo y comía en silencio mientras su mujer quedaba sosteniendo una conversación con ella misma.
Pasaba los fines de semana mirando todos los deportes. Después le dio por todas las películas. Después por todos los programas científicos.
Cuando fue adulto el matrimonio le duró seis meses. El tipo venía del trabajo y comía en silencio mientras su mujer quedaba sosteniendo una conversación con ella misma.
Pasaba los fines de semana mirando todos los deportes. Después le dio por todas las películas. Después por todos los programas científicos.
En el trabajo esperaba ansioso la hora del almuerzo para ir hasta el
bar de la esquina. Y mientras sus compañeros charlaban sobre fútbol y mujeres el tipo solo quitaba los ojos de la pantalla
para evitar ensartarse un ojo con el
tenedor cargado de ensalada. En su casa nunca apagaba el televisor para no
perder tiempo en prenderlo cuando regresaba del trabajo. La tele era su amiga,
su amante, su interlocutora, su ventana al mundo.
El tipo soñaba con la jubilación. Tachaba en las hojas de un
cuaderno los años que le faltaban para
alcanzar la edad requerida por la ley. El momento supremo donde él y la tele
serían todo el tiempo el uno para el otro.
Y
como todo en la
vida llega, ese momento llegó. Y el tipo se jubiló. Se encerró
definitivamente en su casa y le dedicó la mayor parte del día a ver
televisión. Apenas dormía y apenas comía.
Hasta puso un televisor en el baño. Y sus ojos
soñolientos paseaban por todos los canales que tenía su compañía de
cable, a la
que le pagó el servicio cinco años por anticipado para no perder el
tiempo que le demandaba ir hasta el Pago Fácil del barrio.
El tipo se fanatizó con los noticieros y los programas
políticos aunque ni se dignó salir de su casa para ir a votar en ninguna
elección. Conocía a todos los personajes
de la política argentina y los veía discutir entre ellos en la oscuridad de su cuarto,
únicamente iluminado por los rayos titilantes del aparato.
Y un día de julio
de 2011 el tipo se durmió. Recostado en la cama y en medio de los insultos que dos políticos, un hombre y una mujer, se
propinaban entre sí. En el momento más interesante de las agresiones verbales,
vencido por el sueño, el tipo se durmió.
Y siguió dormido por varios días.
A nadie le extrañó
no verlo porque pocas veces lo habían visto por la calle.
Y siguió dormido
por varias semanas.
Nadie percibió nada
raro porque cuando algún vecino pasaba
por la puerta de su departamento escuchaba el sonido de la tele y se iba sacudiendo
la cabeza y pronto se olvidaba del loco por la tele, como lo llamaban en el
barrio.
Y siguió dormido
por varios meses.
Quizás los rayos
catódicos que había acumulado a lo largo de su existencia lo mantuvieron
saludable e hidratado, roncando apaciblemente mientras en la tele se sucedían
los programas día y noche.
Y dos años después,
en un día de julio de 2013 el tipo se despertó. Todo en su cuarto seguía igual,
la oscuridad, el olor a encierro y la tele prendida justo cuando estaban emitiendo un programa político.
Y ahí estaban frente a sus ojos los dos mismos personajes, un hombre y una mujer, que él creía haber visto hacía solo unos
instantes. Y los vio juntos y amables, echándose alabanzas uno sobre el otro,
sonrientes y amigables recortados por el marco del televisor. Y ahí el tipo creyó
que había enloquecido. Que sesenta y ocho años de sobredosis de televisión le habían afectado la razón.
Y por primera vez
en su vida el tipo apagó la tele. Y quedó en silencio, envuelto por la
oscuridad. Solo unos instantes de profundo vacío de sonido y luz
que nunca había experimentado. Y tomó la
decisión.
Ningún vecino en el
barrio notó su ausencia. Solo se dieron cuenta que se había ido cuando el
departamento se puso en venta. Y no mereció más que un comentario desdeñoso.
Nadie
supo entonces
que el tipo se compró una pequeña casa en La Falda, con las ventanas
mirando hacia las sierras. Y que pasaba las tardes disfrutando el sol,
los arroyos y el
aire cordobés. Y que en su casa nunca hubo un televisor. Y que por las
noches
se daba una panzada de estrellas desde el jardín. Eso sí, siguió
solitario y
aislado los últimos espléndidos doce años
de vida que le tocó vivir. Por
eso nunca supo que el milagro debía agradecérselo a un tipo y una tipa
llamados
Pino y Lilita.
martes, 2 de julio de 2013
domingo, 23 de junio de 2013
Ya no me queda ni Patoruzú.
Fue la historieta compañera de mis viajes en micro, cuando iba de vacaciones a mi querida Arrecifes. Y también cuando volvía. A veces era mensual. Y en algún momento semanal. Era maravillo ir al kiosco y ver que estaba ahí, prendida de un broche en el escaparate.
Ese indio noble y millonario, dueño de media Patagonia y que luchaba siempre por la justicia, defendiendo a los más humildes. Indestructible e ingenuo. Creía en la palabra y a pesar de su fortuna siempre andaba en ojotas, vincha, poncho y boleadora. Su austeridad y generosidad hacían sufrir terriblemente al derrochón de Isidorito.
Siempre creí que era un personaje de ficción. Pero no. Patoruzú existió. Fue originario. Y del sur del país. Fue cacique y millonario.Y fue una mierda de persona. Traidor a su raza, se ofreció a Roca,junto a otro nativo, para servir de guía hacia los lugares donde sus hermanos de sangre se ocultaban. Y así los soldados los encontraban y los masacraban.
Roca, en agradecimiento por los servicios prestados, le regaló una gran extensión de tierra. A él y al otro nativo. Pero fue su compañero quien encontró en sus tierras oro y Patoruzú, fiel a sus principios, lo asesinó y se quedó con todo.
Así se hizo de una fortuna enorme, compró más tierras y fue un estanciero con numerosa prole. Eso sí, nunca renunció a su condición de indio. Nunca visitó la ciudad porque sentía un gran desprecio por el hombre blanco. Se paseaba orgulloso con su poncho y sus ojotas recorriendo sus extensos campos llenos de cosechadores y jornaleros explotados. Y murió de viejo en la comodidad de su estancia.
Juan Gelman contó esta historia y es el culpable que se cayera el último mito de mi infancia. Primero fueron muchos próceres que exaltaban en mi escuela, después muchos santos que endiosaban en mi parroquia. Y ahora nada más ni nada menos que ......el Cacique Patorurú.
Ese indio noble y millonario, dueño de media Patagonia y que luchaba siempre por la justicia, defendiendo a los más humildes. Indestructible e ingenuo. Creía en la palabra y a pesar de su fortuna siempre andaba en ojotas, vincha, poncho y boleadora. Su austeridad y generosidad hacían sufrir terriblemente al derrochón de Isidorito.
Siempre creí que era un personaje de ficción. Pero no. Patoruzú existió. Fue originario. Y del sur del país. Fue cacique y millonario.Y fue una mierda de persona. Traidor a su raza, se ofreció a Roca,junto a otro nativo, para servir de guía hacia los lugares donde sus hermanos de sangre se ocultaban. Y así los soldados los encontraban y los masacraban.
Roca, en agradecimiento por los servicios prestados, le regaló una gran extensión de tierra. A él y al otro nativo. Pero fue su compañero quien encontró en sus tierras oro y Patoruzú, fiel a sus principios, lo asesinó y se quedó con todo.
Así se hizo de una fortuna enorme, compró más tierras y fue un estanciero con numerosa prole. Eso sí, nunca renunció a su condición de indio. Nunca visitó la ciudad porque sentía un gran desprecio por el hombre blanco. Se paseaba orgulloso con su poncho y sus ojotas recorriendo sus extensos campos llenos de cosechadores y jornaleros explotados. Y murió de viejo en la comodidad de su estancia.
Juan Gelman contó esta historia y es el culpable que se cayera el último mito de mi infancia. Primero fueron muchos próceres que exaltaban en mi escuela, después muchos santos que endiosaban en mi parroquia. Y ahora nada más ni nada menos que ......el Cacique Patorurú.
sábado, 15 de junio de 2013
El preguntazo
Si no hacemos la revolución de las preguntas nos van a
tapar con las respuestas.
Todos tenemos respuestas.
Pero los únicos que tienen preguntas son los chicos y los
locos. Y fastidian.
Ayer el peluquero me dijo mientras me rebajaba la patilla: “A la piba la
mató el padrastro”. Y al rato, mientras su vista iba y venía desde mi nuca al
televisor agregó: “El freno no andaba, ponele la firma”. Tenía todas las
respuestas. Y Contundencia.
En la sala de espera de cualquier lugar, en el taxi, en
la puerta de la escuela, en una fiesta familiar, en la reunión de consorcio de
la entrada del edificio, todos tenemos la respuesta, la justa. Y si alguien se
anima a una pregunta le respondemos antes que ponga el signo de interrogación.
Y como todos estamos firmemente agarrados a nuestra respuesta se arman las
discusiones y las peleas. Porque mi respuesta es la verdadera, no hay otra.
La televisión es
la gran constructora de respuestas. Programas llenos de panelistas que afirman,
aseguran y confirman categóricamente aseveraciones de interrogantes que nunca
se han formulado. Pero la actitud y la firmeza de su voz no dejan margen de
duda. Es así.
“Nadie se encierra en una depresión por exceso de preguntas, sino por exceso de respuestas.” (Hernán Casciari) Las preguntas abren posibilidades, te permiten dudar, averiguar, dan más de una opción. El aluvión de respuestas te encierra, te abruma, te limita, te cierra nuevos caminos, te oprime el pecho, no hay nada más que buscar, se acabó.
“Toda la cultura avanza por los interrogantes, cuando se llega a una respuesta se abren mil nuevas preguntas.” (Eduaro Aberbuj) Volvamos a la edad de los por qué. Hagamos el preguntazo.
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