Pintando las trincheras.

"Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". José Martí

sábado, 7 de abril de 2012

Rodrigo

Rodrigo estaba festejando el primer cumpleaños de su vida.
A los siete años.
Los globos de colores bajaban de ese cielo celeste manchado con nubes blancas y las manos de Rodrigo y sus compañeros los devolvían otra vez hacia arriba para que flotaran cerca de la bandera celeste cruzada con una franja blanca.
Antes habían compartido una torta y unas gaseosas en una sala llena de bancos y sillas del tamaño de Rodrigo y sus compañeros.
Porque Rodrigo estaba festejando el primer cumpleaños de su vida.
A los siete años.
Y el festejo era en el aula y en el patio de su escuela.
Y la sonrisa blanca de Rodrigo, recortada en su cara bien morena, brillaba más que la luz de la tarde, más que las siete velitas y sólo empataban con los destellos de dos ojos maravillados por tamaña alegría.
Porque Rodrigo estaba festejando el primer cumpleaños de su vida. Porque en los seis años anteriores no había lugar en la pieza del edificio en construcción abandonado donde vivía para invitar a ningún compañero. Y ya sabemos, no hay cumpleaños verdadero cuando uno es chico si no puede jugar con otros de parecido tamaño y edad. Y en los seis años anteriores tampoco había plata que alcanzara para torta y para velitas y para gaseosas y para papas fritas y para globos. Pero la señorita se la arregló para que cada uno trajera algo ese día. Y a la mamá de Rodrigo, que vende café en la estación, sí le alcanzó para hacer en la casa de la vecina una torta a escondidas. No sea que se enterara su hijo.
Y cuando la señorita que hacía al mismo tiempo de maestra y de animadora del cumpleaños pidió que cada uno dijera un deseo para Rodrigo, al llegar el turno de la mamá, ésta habló bajito y emocionada: Hijo, te dije que alguna vez te iba a poder festejar un cumpleaños.
A los siete años. El primero. En su escuela. Y de guardapolvo blanco. Y con siete velitas celestes.
Y después vino el juego de los globos, y la formación de toda la escuela, y el arrío de la bandera y el cumpleaños feliz cantado por todos los chicos y maestros, de primero a séptimo.
Y fue ahí cuando sentí una explosión. Pensé que era un globo. Pero no, era Rodrigo que reventó dentro de su guardapolvo blanco y se elevó por sobre todas las cabezas, por sobre el mástil sin bandera y se perdió en el cielo que ahora tenía pinceladas anaranjadas.
Es que no ocurre seguido eso de festejar siete cumpleaños, todos juntos, en el mismo día.

Nota del escritor: Disculpen, en el último párrafo me dejé llevar por la alocada imaginación de un contador de historias. Por supuesto que Rodrigo no se elevó sobre la cabeza de nadie sino que se fue de la mano de su mamá rebosante de felicidad.
Y yo, simple espectador de los acontecimientos narrados, pensaba en que la escuela produce estos hechos revolucionarios en el más natural de los anonimatos. Y también pensaba que seguramente Mauricio Macri, quien quiere dejar sin merienda, sin aula y sin escuela a chicos como Rodrigo, jamás habrá tenido un cumpleaños feliz. Porque para eso hay que sentirse querido.

Ustedes me perdonarán pero me quedo con el final que escribí primero. No me digan que no es un buen remate.

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