Finalmente se cansaron todos. Y se fueron.
Fue un 9 de enero de 2013. Día que seguramente se convertirá en feriado.
El día del heroico éxodo porteño.
En fila india. Como hormiguitas disciplinadas. Aguantando
estoicamente el sol que caía a plomo ese sábado de enero.
Necesitaban huir. De sus plazas encarceladas. De la
destrucción de su avenida emblemática. De los árboles arrancados furtivamente
durante las madrugadas. De la basura que ya alcanzaba los departamentos del
primer piso. De las aguas que corrían como ríos por cualquier avenida después de un aguacero.
Necesitaban huir antes de ser alcanzados por alguna
topadora insaciable o quedar atrapado
dentro de alguna reja inesperada.
Finalmente se
cansaron todos. Y se fueron. Todos.
Y huyeron hacia el mejor de los destinos: el mar.
Fueron a buscar su viento y su arena. Su sal y su
misterio. Sabiendo que nunca nadie podría enrejar la caricia de su espuma
cuando el mar estaba de buen humor o detener con muros de chapa a la furia de sus olas cuando algo lo
encrespaba.
Y aguantaban viajar a paso de hombre. Subidos a sus
coches. A sus micros. Con sus niños. Con sus abuelos. Con los abandonados en las calles. Arrastrando
a los que se negaban a abandonar su ciudad. En una interminable fila primero de
a dos, y luego de a uno cuando iban llegando a su destino final. Tratando de no escuchar a sus espaldas el estruendo de los edificios que se derrumbaban. Sonriendo porque sabían que no habría víctimas ya que todos se habían ido. Transpirando pero felices porque ya estaban percibiendo el inconfundible olor del mar.
La ciudad quedó vacía. Sus calles en silencio. Ni
siquiera estaba MM, quien también había huido de sí mismo.
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