Hace cien días me jubilé.
En este tiempo he pensado varias veces en cerrar este
blog.
Porque ya no estoy en la trinchera. Y siempre critiqué a
los que hablan del mundo de la escuela desde afuera. No se puede teorizar
cuando no se está con el traje de amianto (guardapolvo blanco) combatiendo en
la vanguardia. Con más razón cuando en
los últimos años en la Ciudad de Buenos Aires no hay que lidiar solamente con
lo que sucede cada día en las aulas, en los pasillos y en el patio de la
escuela, sino con un Gobierno porteño que ataca a cara descubierta a la
educación pública.
Pero bueno, ya decidiré que hago con este blog. Por ahora
sigo con algunas memorias de un maestro que se fue:
Desde el primer día que fui maestro supe que iba a
transcurrir toda mi vida laboral en las escuelas. Pero no podía racionalizar por
qué. Era mi lugar en el mundo laboral.
¿Por qué? No lo sabía. Lo sentía. Lo vivía. Lo
disfrutaba. Lo sufría.
Ahora sé por qué. Justo cuando no estoy en el día a día caigo en la cuenta. Porque quería ser un expendedor de combustible. Sí, aunque suene raro.
La escuela fue para mí una estación de servicio y yo despaché una especie de
nafta especial a través de cuarenta años.
Lo supe el otro día cuando leí a Fabián Casas. Este autor escribió:
“La infancia es esa época de la vida en la que una persona carga
el combustible que va a tener que usar hasta que se muera”.
Por eso a la escuela hay que cuidarla tanto. El
combustible que ofrece a sus alumnos es
indispensable pero también inflamable. Y si se la sigue bombardeando puede
volar por los aires. Y los trajes de amianto que llevan las maestras y los
maestros no son a prueba de maltrato.
Hace cien días me jubilé de expendedor de combustible. Ahora estoy construyendo un nuevo surtidor conocido por mí: lleno de
títeres, cuentos, teatro y poesía. Para seguir ayudando a que los chicos continúen almacenando la energía que van a necesitar
durante el resto de su vida. Y para que yo lo siga disfrutando.
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